sábado, 7 de noviembre de 2015

Las Arenas Silenciosas

Lado A

Una fibra muy especial.

"Give a man a fish, and you will feed him for a day. Teach him how to fish, and you will feed him for the rest of his life." - Old proverb

"Who ate my cheese?" -John Nichols




I

Las olas rompían contra la playa, mientras que en el cielo las gaviotas trataban de avanzar contra la brisa marina, quedando en pausa por un instante. Abajo, en el mar, los pelícanos flotaban con pereza más allá de las olas.

Sergio acomodó con cuidado las redes a un lado de la lancha, asegurándose de que no se enredaran entre sí.

A la lancha le quedaban solo unas manchas de la pintura original, por encima de la línea de flotación, de un pálido color azul y un verde que se confundía con las pequeñas partes rotas del cuerpo de fibra de vidrio.

-No hubo buena pesca hoy, ¿verdad?-, preguntó el viejo Alfonso, las palabras silbando un poco entre sus gastados dientes.

-No-, admitió Sergio, mientras aterminaba de acomodar las redes.

Sergio se levantó, su cuerpo bronceado por años de incontable trabajo bajo el Sol. A pesar de tener casi 24 años, su delgadez le hacía parecer aún más joven. Pero cualquiera que pusiera atención a su rostro curtido por el viento salado podría ver que tenía una experiencia mucho mayor que la que sus años podían atestiguar.

Su torso estaba desnudo, una necesidad bajo el implacable calor de la costa. Su cuerpo apenas estaba cubierto pur un viejo par de pantalones de mezcilla, deslavado por el viento del mar, y el paso del tiempo.

-Solo hay que aguantar un poco más-, dijo Alfonso, mientras caminaba con paso seguro entre las arenas de la playa.-Unos meses más, y esos peces León serán una buena presa.

Sergio no contestó. El joven hombre apoyó sus cansados brazos sobre la fibra de vidrio de su barco, desgastada por las olas del mar. Se quedó mirando más allá del horizonte, mientras que las olas lamían la playa sin cesar.

-No puedo esperar meses. Apenas un par de semanas, a lo mucho.- Sergio se limpió el sudor de la frente con el antebrazo izquierdo.

El viejo Alfonso asintió.  Su encorvada figura estaba cubierta por una vieja playera de fútbol del equipo del Atlas, y un aún más gastado par de pantalones de mezcilla, cortados casi a la altura de sus rodillas.

La pesca había disminuido mucho en los últimos años. No solo por la competencia de barcos pesqueros más grandes y equipados, sino también por los desastres ecológicos, en particular el derrame de petróleo de la plataforma de British Petroleum del 2010 en el Golfo de México.

Habían sido tiempos difíciles, convertidos en aún más difíciles por la codicia y el descuido de otras personas. Quedaban ya muy pocos pescadores individuales como ellos, la mayoría eligiendo trabajar para barcos pesqueros más grandes a cambio de un salario fijo, y seguridad económica para sus familias.

Sergio era uno de los pocos en seguir con la vieja tradición de salir al mar a lanzar las redes por sí solo. Y no porque fuera una persona tradicionalista, sino porque había vuelto justo cuando los grandes barcos habían contratado a todos los que podían.

Aún así, se las había arreglado para mantener a su familia a flote, pagando las deudas de la pequeña casa de su mamá en el centro de la ciudad conforme surgían, casi al límite del tiempo esperado.

Cuando otros pescadores pensaban que ya era tiempo de volver a la costa, Sergio se quedaba un par de horas más, de día y de noche,  incluso cuando el faro de la Isla de Sacrificios empezaba a alumbrar los alrededores, y el peligro de toparse con uno de los grandes buques de carga era muy real.

Pero sus esfuerzos no hacían una gran diferencia. Las cuentas seguían llegando. El precio del combustible del motor de la lancha aumentaban cada mes. Y la pesca se reducía poco a poco.

-Podría hablar con mi sobrino, ver si no necesitan más ayuda en su barco -ofreció el anciano, mientras daba unos pasos lentos sobre la arena.

-Creí que estaban deshaciéndose de la gente, no buscando más-. Sergio tomó una botella de plástico transparente, llena de agua hasta la mitad, y tomó un par de sorbos.

-Bueno, si se lo pido yo, de seguro te encontrarán un lugar, por lo menos por un par de meses -insistió Alfonso.

El anciano sonrió, y su rostro se llenó de curtidas arrugas, algunas perdiéndose entre su descuidada barba blanca. La brisa del mar sopló un poco más fuerte, y su playera se movió como las velas de un barco, detenida apenas por sus secos huesos.

-Suena bien-, dijo Sergio, mientras enroscaba de nuevo la tapa de la botella. -Deja que lo piense un par de días.

Alfonso asintió, y dio la media vuelta, para dirigirse de nuevo a la palapa que atendía junto con uno de sus nietos, en las que servían todo tipo de mariscos y antojitos. Incluso en la temporada vacacional apenas tenían los clientes necesarios para seguir abiertos, y en aquellos días en que el verano estaba a punto de acabar, no era raro que pasaran días enteros sin que llegara algún cliente de fuera.

La mayor parte del tiempo, era un lugar de reunión para los pescadores que volvían de la pesca, temprano en la mañana. Tomaban un refresco de la hielera junto al mostrador, y lo bebían mientras el viejo Alfonso recordaba con ellos tiempos mejores, en que apenas se daba abasto el sólo con la pesca de cada día.

Sergio ni siquiera podía pagar un refresco. Todo el dinero que obtenía de su pesca, lo destinaba a ocuparse de su hermana, Julia.

Con desgano, tomó la mochila que había dentro de la lancha, abrió el cierre, y se puso de nuevo la vieja playera de color verde, adornada con el viejo logo en forma de flor de Adidas. Luego se sacudió la arena de los pies, y se calzó los tenis de color blanco que había comprado hace 4 años, con su segunda paga en dólares.

Caminó hacia La Palapa de Alfonso. No era un nombre nada original, pero en aquél lugar no tenía que preocuparse por la competencia. El dueño estaba ya sentado ante una de las viejas mesas de aluminio, tan rayadas que apenas se podía ver el logotipo de la cerveza Corona.

-Ven, siéntate un ratito a hacerme compañía-, le pidió el viejo, señalando al asiento frente a él. -Mi nuera va a ir a un mandado, y no quiero quedarme solo todo el rato.

Sergio dejó su mochila a un lado de la silla de madera, cubierta apenas con unos rastros de pintura blanca. Se sentó y apoyó los brazos en la mesa.

Alfonso hizo una seña a su nuera, que estaba apagando la pequeña estufa de gas.

-Naty, traéte dos Zarazas, las que faltan para llenar la reja-, dijo Alfonso, con voz clara a pesar de sus años.

La cuarentona llevó los refrescos, el viento agitando la falda de su vestido adornado con flores, gastado por los años. Estaba de igual de bronceada que el viejo Alfonso, pero las arrugas en su rostro no eran tan profundas.

-Ya me voy -avisó Naty, ajustándose el bolso al hombro. -Voy a pasar por Juan y Michelle cuando salgan de la escuela.

Alfonso asintió, sus hábiles manos manipulaban el destapador para abrir las botellas. Luego tomó un par de popotes de un vaso puesto en el centro de la mesa, junto con las servilletas, y un salero en forma de barrilito de plástico.

El viejo y el joven dieron sorbos a sus botellas, sin prisa. Naty se había ido hace varios minutos, y ninguno sentía la necesidad de llenar el cómodo silencio con una conversación forzada.

-¿A quién le toca venir hoy a vigilar? -mencionó el anciano. -¿A ti o a Ramiro?

-A Ramiro -respondió Sergio, sin desviar la vista o interrumpir sus pensamientos.

-Todavía me debe veinte pesos de la partida de dominó -añadió Alfonso.

El silencio volvió a posarse entre ellos. Sergio terminó el refresco, y dejó la botella de vidrio sobre la mesa.

-¿Ya te conté de cuando vi la sirena?

Alfonso dejó el refresco a medio terminar sobre la mesa, con el popote doblado en la boca de la botella.

El viejo pescador estaba a punto de empezar con su historia, una que había contado más de mil veces con el paso de los años, pero las palabras no alcanzaron a salir de su boca.

-Sí, así es -dijo el joven. -También la del tesoro hundido. Y la del tiburón blanco como la escarcha y grande como uno de esos buques que llevan contenedores.

Alfonso frunció el ceño, un poco molesto por no poder perderse en sus remembranzas. Pero su expresión se suavizó al ver la mirada del chico, perdida todavía en el horizonte.

Se quedaron en silencio un rato más, con solo el sonido de las olas y el viento colgando entre ellos.

El viejo sabía muy bien por lo que estaba pasando Sergio: era la misma desesperación callada por la que él había atravesado varias veces hace muchos años, cuando su familia era joven, y el peso del mundo amenzaba con venírsele encima por completo.

Sergio por fin rompió el silencio.

-Voy a tener que irme -soltó, mientras se acomodaba en la silla.

-¿Irte? -preguntó Alfonso, casi a punto de volver a tomar su refresco. -¿A la capital?

-No, no a la capital, sino al Norte -respondió Sergio, volviéndose para ver al viejo.

-Es muy peligroso allá, y no conoces a nadie -dijo el viejo, mientras enderezaba de nuevo el popote.

Sergio negó con la cabeza.

-No, quiero decir más al Norte, de vuelta con Mariano -explicó Sergio.

La sorpresa hizo que Alfonso tragara mal el refresco, y comenzó a toser. Sergio iba a levantarse para darle de palmadas en la espalda, pero el anciano lo detuvo con un ademán.

-Eso está aún más cabrón, hijo -sentenció, posando la botella de refresco con fuerza sobre la mesa como para enfatizar sus palabras. -No puedes estar tan desesperado.

Sergio no contestó. Se quedó mirándose las palmas de las manos por varios segundos.

-Ya no es como cuando te fuiste con tu papá, su cuate Mariano y sus primos de él -continuó Alfonso. -Vas a acabar en una fosa al lado de las vías.

-Usted sabe que me hubiera quedado allá, pero alguien tenía que ocuparse de Julia - recordó, para luego soltar un suspiro. -Si me quedo, voy a estar igual de jodido.

-No sabes eso de seguro, cuando la situación parece más cabrona, es cuando empieza a mejorar, y eso lo sé muy bien -dijo el anciano, tratando de que las palabras sonaran lo más sabias posibles.

-Pues da igual que mejoren mañana, o la próxima semana, la decisión ya la tomé -anunció Sergio. Se puso de pie, y tomó su vieja mochila.

El viejo no dijo nada más. Solo se quedó viendo como Sergio ponía la botella vacía en la reja de refrescos, para luego salir de la palapa.

-¡Hasta mañana!-, gritó hacia el interior de la palapa, mientras se despedía agitando el brazo con energía. Alfonso le devolvió el gesto, con mucha menos energía, pero con igual cariño.

Sergio caminó por la playa, hacia la carretera donde tomaría el autobús que lo acercaría a su casa. Había pensado en ahorrarse el precio del viaje, pero no quería arriesgarse a que lo atropellaran mientras caminaba por el tramo de la autopista.

Después de esperar cerca de veinte minutos bajo el claro Sol de esa mañana, abordó el autobús, pintado de color azl y verde. Sin decir palabra, dio al conductor un montón de cambio que apenas llegaba al precio del pasaje, y se dirigió a los asientos del fondo.

El autobús estaba casi vacío a esa hora. Solo había un par de mujeres, una de edad madura y otra casi anciana, sentadas juntas. Las mujeres llevaban consigo un montón de papeles en un viejo morral, y miraban por la ventana.

Sergio se quitó la mochila, y la puso sobre su regazo al sentarse, para luego sumirse en sus pensamientos.

Una y otra vez trataba de encontrar una manera de seguir adelante, de poder pagar las deudas que sus padres le habían dejado, y segurarse de que su hermana siguiera en la escuela.

Pero era tan difícil como jugar con uno de esos cubos de Rubik. Si aceptaba la oferta de trabajo en un barco pesquero, tendría una paga segura, pero mucho menor de lo que necesitaba. Para completar lo que faltaba, podría pedirle a Julia que buscara un trabajo por las tardes, pero llegaría el momento en que tendría que trabajar de tiempo completo, y debería dejar la escuela.

Y claro estaba, casi nadie quería contratar a alguien que no había completado la secundaria. El problema era la experiencia: aún si quería trabajar de albañil, había cien personas más como él, con el doble de experiencia. Y eso si hubiera el trabajo suficiente para todos y cada uno.

Podría ir a la capital, pero entonces dejaría sola a Julia. Y si se la llevaba, pasarían semanas durmiendo en parques y bajo puentes, exponiéndola a todo tipo de peligros de manera constante.

A Sergio a veces le daban ganas de mandar todo al diablo, de irse un día sin decir nada a nadie, y volver con su tío Ramiro. Allí al menos había empezado a tener una vida que no parecía tan mala.

Pero Julia era toda la familia que le quedaba. Jamás se perdonaría si le fallaba.

Sergio suspiró. El joven se reclinó en el asiento de plástico, y estiró las piernas hacia el pasillo del autobús.

Cuando Julia volviera de la escuela en unas horas, Sergio hablaría con ella. Cerró los ojos, y dormitó el resto del camino, hasta el centro del municipio.

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