jueves, 12 de noviembre de 2015

Las Arenas Silenciosas: Capítulo 2

Lado A

II

El silencio en la pequeña casa estaba a un nivel ensordecedor.

Lo único que se oía era el golpear de los cubiertos de acero contra la porcelana de los platos, mientras Sergio y Julia comían sin decir palabra.

La chica vestía unas viejas bermudas de color verde y amarillo, con un estampado de flores hawaiianas. Encima traía una vieja y despintada playera de color rojo, con el nombre de un restaurante de mariscos en letras blancas, y que cada año le quedaba más chica.

Iba calzada con un viejo par de sandalias negras y grises, apenas del tamaño de sus pies, casi iguales a las que Sergio traía puestas.

Julia fue la primera en acabar de comer. En las dos últimas semanas, sus comidas habían consistido en platos de puro arroz o puros frijoles. Un par de veces habían comido las lentejas sobrantes que les traía doña Pancha, pero nada más.

La adolescente levanto su plato, y sin decir palabra lo llevo hasta el fregadero, dónde los lavo con algo de agua procedente de un balde a medio llenar.

La casa era poco más que un cuarto grande, con paredes y suelo de concreto, con un techo de madera y lámina. La única división entre espacios era una simple sábana de color gris colgada de un mecate, justo a la mitad de la casa.

Detrás estaba el dormitorio de los hermanos. En la pared del lado izquierdo, la cama de Julia, que un par de años antes había sido la de sus padres. En el lado derecho, Sergio había juntado los dos colchones que habían sido las camas de él y de Julia, para hacer una en que el borde dejaba sus pies colgando al aire.

Y aún así, era mucho mejor que la casa anterior, si a eso se le podía llamar casa. Sergio todavía la recordaba, como un simple cuarto grande construido con pedazos de madera, y con pedazos de cartón por techo.

Sergio recordaba como el techo se deshacía poco a poco, cada vez que había una tormenta con mucha lluvia. Y era peor si les llegaba el viento de una tormenta tropical. En esas ocasiones siempre temía que el viento terminara por arrancar la casa del suelo, dejándolos a él y a sus padres sin un hogar.

Su hermana había vivido allí solo hasta los siete años. Sergio había estado ahí hasta los 17, cuando su padre y él partieron en su largo y azaroso viaje.

-¿Pero cómo se te ocurre dejarme aquí sola? -soltó Julia, cortando de tajo los recuerdos de su hermano mayor.

-Ya te lo dije, no te vas a quedar sola -repitió Sergio, acabando lo último del arroz. -Doña Pancha te echará un ojo todos los días, y si hay mucha necesidad, puedes pedirle a Alfonso que te deje trabajar con él en los fines de semana.

-Pero tú te irás, y me dejas aquí -insistió la chica, con una cara de exasperación.

-Solo por un rato, un año a lo mucho, en lo que me vuelvo a establecer del otro lado -explicó el joven, mientras dejaba a un lado el plato ya vacío.

Julia no se dejó convencer. Se cruzó de brazos, sin cambiar su expresión.

-Si crees que el viaje es difícil, cruzar la frontera lo es mucho más -comenzó a explicar Sergio, esperando convencer a su hermana de que su decisión era lo mejor. -Apenas me queda lo suficiente para el viaje de ida hasta Sonora, y para pagarle al que me vaya a pasar por la frontera. Si te llevo conmigo es doble gasto, y doble riesgo.

-Pues podemos ir con más calma, trabajando en lo que salga en el camino -dijo Julia.

-De ninguna manera. ¿Acaso vas a dejar la escuela? -preguntó su hermano, con la voz llena de preocupación.

-Pues la dejo y ya -respondió la joven adolescente, de manera inmediata. -Tú la dejaste casi a mi misma edad.

-Sí, y mira como me ha ido -reviró Sergio, dando un golpe en la mesa con el puño cerrado. -Ningún trabajo bueno quiere a alguien que no terminó la secu, y para los pocos que no, hay muchos burros como yo de dónde escoger.

-Pues entonces puedes quedarte otro año, ¿no? ¿Cuál es la prisa? -inquirió Julia, bajando la mirada, y poniendo las manos sobre la mesa.

-Si hago eso, se me va a ir lo poco que tengo ahorrado en que sobrevivamos los dos. Y entonces estaría más jodido irme -le explicó, mientras él también bajaba la mirada.

-Pero ya lo hiciste una vez, podríamos hacerlo otra vez, juntos tú y yo -suplicó Julia.

Sergio negó con la cabeza, sin levantar la mirada.

-¿Te crees que es tan sencillo? ¿Qué solo sería cuestión de pedir aventón en la carretera, y que nos van a dejar justo al lado de la barda? -soltó Sergio, levantando un poco la voz.

El joven suspiró. Si tan solo hubiera sido así de fácil la primera vez.

-Escucha, voy a contarte como nos fue hace años -indicó Sergio, mientras hacía un ademán a su hermana para que se sentara frente a él.

Julia se acomodó en la silla de plástico blanco, y Sergio comenzó su relato.



La primera vez que había cruzado la frontera con su padre, fue casi un milagro.

Sergio había dejado la escuela solo un par de meses antes. Ese había sido un año aún más malo para la pesca que el anterior. Y ni él y su padre parecían tener suerte tratando de encontrar alguna chamba en su pueblo o en los alrededores.

Mariano era un viejo amigo de su padre, Miguel, desde que eran un par de chavos. Miguel no había tenido hermanos, pero Mariano y sus primos Anastasio y Salvador eran casi lo mismo.

Había sido Mariano quién les propusiera acompañarlos a los Estados Unidos. Sus primos y él ya habían ido un par de veces, durante su juventud, para trabajar en el campo.

Sergio se había ido con su padre, porque razonó que entre los dos ganarían el doble de dinero, lo cual les haría más fácil el establecerse allá. Y una vez que todo estuviera dispuesto, su madre y su hermana se le unirían.

El joven recordaba como había pasado casi toda la noche entera, escondido entre las matas a un lado de las vías del ferrocarril, esperando a que llegara el tren.

A lo lejos apareció una luz que serpenteaba por entre las colinas. Habían elegido ese lugar porque el tren tendría que frenar a fuerzas para no descarrilarse, y tendrían un buen chance de saltar a los vagones.

El tren pasó frente a ellos. Visto así de cerca, parecía una enorme bestia de metal y madera, haciendo vibrar el suelo a su paso.

-¡Ya, vamos! -indicó Mariano, un poco más a la izquierda de Sergio.

Los seis hombres salieron de entre las matas, y comenzaron a correr para emparejarse al tren. Sergio se aseguró de tener bien puesta la mochila negra que su padre le había comprado en un mercado, llena con varias cosas esenciales para su viaje.

Pero no eran los únicos. De todas partes surgieron otras figuras, iluminadas apenas por la pálida luz menguante de la luna. Jóvenes, viejos, incluso algunas mujeres con niños pequeños a cuestas, todos hacían su mejor esfuerzo por subir al tren antes de que volviera a acelerar.

Sergio logró subir con facilidad a uno de los vagones vacíos, y ayudó a su padre a subir. Mariano y sus primos subieron al siguiente vagón, justo antes de que el tren volviera a subir la velocidad.

El chico se asomó por el costado del vagón. Varias personas ya habían dejado de correr, resignadas a tener que esperar a que pasara el siguiente tren, otros porque se habían tropezado al correr y ya no podían alcanzar los vagones.

-Ven, Sergio -ordenó su padre, ya sentado contra una de las paredes del vagón. -Tú duerme primero, y te despierto al amanecer. Ya luego me dejas dormir hasta que veas que todos se bajan.

-Sí, pá -respondió Sergio, sentándose al lado de Miguel.

En el vagón iban otras quince personas, además de Sergio y Miguel. La mayoría eran hombres ya maduros, algunos con el cabello cano por completo. Habían un par de muchachos un poco más jóvenes que él, que se mantenían apartados de todos los demás.

Sergio se durmió, arrullado por el vaivén del tren, apoyando la cabeza sobre su mochila.

No debieron pasar más que un par de horas, cuando sintió como su padre lo sacudía, tratando de despertarlo.

-¡Sergio! ¡Sergio! -dijo él con voz firme, casi a punto de dejar de ser un susurro.

El joven dio un bostezo. Luego miró alrededor del vagón, sus ojos acostumbrándose poco a poco a la oscuridad.

Las otras personas estaban despiertos, con una ansiedad que llenaba la atmósfera del interior del vagón.

Sergio iba a preguntar la razón, pero se dio cuenta de inmediato.

El tren estaba bajando la velocidad.

Afuera, todo seguía oscuro. Ni siquiera se veían las luces de algún pueblo cercano, o los pequeños puntos de luz dispersos de las rancherías. Era una oscuridad que parecía tener una sustancia casi sólida, dispuesta a tragarse a quién osara introducirse en ella.

Miguel se asomó por el costado del vagón. Esforzó la vista lo más que pudo, pero no pudo distinguir bien el suelo más allá de las vías, aunque podía oír como el viento producido por el tren rozaba contra la vegetación.

Tendrían que jugársela.

-Sergio, ven -ordenó Miguel, mientras le hacía señas con la mano. El resto de los migrantes ya habían empezado a moverse para bajarse del vagón, pero ninguno quería ser el primero.

Miguel trató de echar un último vistazo, en vano. El hombre se persinó, su mano rozando su bigote con el último movimiento, y luego saltó junto con su hijo.

Los dos cayeron contra la tierra endurecida, sus cuerpos golpeando contra las aristas expuestas de piedras de varios tamaños.

Sergio trató de recuperar el aliento. La caída le había sacado todo el aire de los pulmones, pero apenas se puso de pie, su padre lo jaló hacia la línea de árboles, tratando de moverse con la mayor rapidez posible.

El tren ya había avanzado un buen trecho para cuando llegaron a los árboles. Los ojos de Sergio ya se habían acostumbrado a la oscuridad, y pudo ver como varias formas humanas habían empezado a abandonar los vagones.

Mientras que Miguel trataba de encontrar a Mariano o a alguno de sus primos, Sergio estaba apoyado contra un árbol, mirando hacia el tren.

Una persona, quién sabe si hombre o mujer, había bajado ya casi que el tren se hubo detenido por completo. Comenzó a correr hacia la parte trasera, pero un disparo resonó por todos los alrededores.   

La persona cayó como un títere al que le hubieran cortado los hilos. Las luces de varias linternas aparecieron de repente, cerca de dónde estaba la locomotora. Sergio oyó varios gritos que animaban a agarrar a los que pudieran, antes de que se perdieran entre la vegetación.

-¡Vámonos! -ordernó Miguel, tratando de mantener la voz lo más bajo posible. El hombre jaló a su hijo con firmeza, casi arrastrándolo.

Los dos caminaron entre los árboles y arbustos, tratando de dejar atrás a sus anónimos perseguidores, mientras oían el sonido de varios disparos más. Después de una hora de abrirse paso entre las ramas bajas y el follaje lleno de espinas, se arrastraron debajo de un grupo de arbustos.

Ahí se quedaron hasta la mañana siguiente, con los nervios en punta.  El cansancio terminó por vencerlos, y se quedaron dormidos hasta entrada la tarde.

De acuerdo al reloj de Miguel, eran casi las cinco de la tarde cuando despertaron. Los dos comieron de una lata de atún y un par de paquetes de galletas saladas, mientras esperaban que el Sol terminara de ocultarse tras las montañas.

Los dos volvieron con cuidado de vuelta a las vías del tren. No había señal alguna de Mariano, Anastasio o Salvador, o al menos ninguna que pudieran ver mientras seguían ocultos detrás de los árboles.

Padre e hijo avanzaron con cuidado por el bosque, paralelos a las vías del tren. De vez en cuando se detenían al escuchar algún ruido cercano, temiendo que se tratara de los que habían emboscado al tren, pero siempre resultaba ser algún animal moviéndose al amparo de la oscuridad, al igual que ellos.

Sergio todavía no podía creer lo que había visto. Cuando su padre le había advertido de los peligros antes de iniciar el viaje, le habían parecido lejanos y abstractos, remotas posibilidades que de seguro no se materializarían.

Si hubieran tardado medio minuto más en saltar, habría sido a ellos quienes les habrían disparado. Acaso eso fuera lo que le paso a sus tíos, un temor que estaba seguro que su padre también compartía.

El muchacho tenía muchas preguntas que hacer a su padre, pero se las guardó por el momento. Por ahora, el silencio era lo único que había entre ellos y el peligro, y no se atrevía a romperlo por un segundo.

Avanzaron de esa manera por varios kilómetros, hasta que llegaron a las afueras de un pueblo pequeño, pudiendo ver las luces de algunas casas a la distancia.

Miguel echó de nuevo un vistazo a su reloj, un Casio de color negro y con carátula digital, que había comprado hace un par de años. Faltaba una hora y media para el amanecer.

-Ven, vamos -dijo Miguel, mientras se internaba de nuevo hacia el bosque. Habían pasado por un pequeño claro rodeado por varios árboles con ramas bajas hace varios minutos. Si las acomodaban bien, los cubrirían lo suficiente para ocultarlos mientras descansaban.

Miguel no sabía que es lo que harían luego. Mariano era el que sabía lo que hacían, pero ahora ya no estaba. Podría seguir adelante con su hijo, pero no sabía si ese peligro se volvería a repetir más adelante.

Hubiera sido más fácil si en ese momento se hubiera dado la media vuelta.


Sergio terminó de hacer las cuentas a la luz de la vela. Se habían quedado sin luz eléctrica hace dos meses, pero no la extrañaban mucho. Ya se habían desembarazado de la gran mayoría de los electrodomésticos en las semanas anteriores.

Al ya no tener la televisión, la licuadora, los ventiladores y la radio, se dieron cuenta de lo muy poco que en verdad los habían necesitado. Hacían la vida un poco más agradable, pero podían arreglárselas sin ellos.

Lo único que en verdad extrañaba era el refrigerador, y poder sacar los cubos de hielo del congelador cuando quisiera. Ahora estaba desconectado y casi vacío, guardando unas pocas sobras de comida para el desayuno del día siguiente.

Sergio agarró la latita de café donde guardaba lo que quedaba de sus ahorros, y apagó la vela con un soplo.

No le costó nada el llegar hasta su cama, caminando con paso seguro en la oscuridad. Por la ventana de la sala entraba algo de la luz de luna, mientras que podía oír a los insectos cantar cerca de los lotes baldíos. Más allá, llegaba el sonido de los automóviles que circulaban por la única carretera asfaltada del barrio.

Sergio se arrodilló al lado de la cama, y junto sus manos para orar.

-Padre nuestro, que estás en los cielos... -comenzó el joven con la oración que le habían enseñado desde los cinco años.

Pero en los últimos tiempos ya no oraba para que lo escuchara algún dios lejano del que no recibía ninguna respuesta. Él oraba para que sus padres supieran que ellos seguían en su corazón y en sus pensamientos, todos los días desde que partieron.

Después de terminar la oración y persinarse, Sergio se acostó en la cama. No se cubrió con la sábana, ya que era una noche calurosa.

Tendría que vender la lancha para completar el dinero necesario para el viaje. Si bien estaba lo bastante desesperado para repetir la experiencia de su adolescencia, no quería volver a hacerlo a menos que no le quedara de otra. Una cosa era subir a los trenes como parte de un grupo, otra hacerlo estando solo por completo, a merced de los otros migrantes que viajaran a su lado.

Y eso que viajar por las vías del tren se había vuelto aún más riesgoso en los últimos años. No quería acabar como un desaparecido más, no si podía evitarlo.

Además, no sabía cuál sería el precio para que los coyotes lo cruzaran al otro lado de la frontera. Estaba seguro de que ahora sería mucho más caro que hace siete años, cuando había varias maneras disponibles, y con algunos peligros menos que ahora.

Sergio solo tendría una oportunidad para cruzar, y quería asegurarse de tener todas las probabilidades que pudiera de su lado, por pocas que fueran.

Volvió a entrelazar sus manos, y oró una vez más, antes de sumirse en un descanso sin sueños.

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