Lado A
III
Sergio aparentó que estaba pensando de manera muy seria en la propuesta del viejo Alfonso.
Le había sorprendido que vender la lancha hubiera resultado tan fácil. El joven pescador había pensado que tendría que esperar al menos un par de meses, teniendo en cuenta lo difícil que se había vuelto sobrevivir de la pesca. Lo mejor que había esperado era al menos vender el motor fuera de borda.
-Vamos, no lo pienses tanto. Aún si te niegas, la venta ya está asegurada -mencionó Alfonso.
El anciano hincó el diente a un volován de atún, uno de varios que su nuera hacía de vez en cuando.
Era un día excelente, con una suave brisa que arrastraba con ella el olor a sal del océano. El reflejo del Sol danzaba entre las olas, y las gaviotas volaban por un cielo claro y despejado.
El día hubiera sido perfecto para que Sergio intentara salir de pesca, pero ya había tomado su decisión. Pescar era su pasado, y tenía que enfocarse en el presente.
-No, lo siento mucho -respondió Sergio, sintiéndose un poco decepcionado de su respuesta.
Alfonso se limitó a asentir, mientras daba otra mordida al volován.
-Ni modo, pero igual le aseguré que te iba a preguntar -dijo el viejo. -Entonces le diré que te traiga el dinero pasado mañana.
-¿Y qué hay de las redes? -preguntó Sergio.
-Esas te las compro yo. Voy a usarlas para adornar un poco las paredes de este lugar -compartió Alfonso, para luego acabar con el último mordisco del volován.
Sergio volvió a ver hacia dónde estaba la lancha sobre la arena de la playa, a unos metros de la palapa. Rubén y Graciano lo habían ayudado a empujarla, antes de irse a vender la pesca del día al mercado municipal.
La lancha medía cerca de cuatro metros, con un cuerpo de fibra de vidrio pintado con color blanco en el exterior y azul cielo en el interior. Su padre la había comprado un par de días después de que tuvieron que regresar al pueblo, para tratar de complementar los gastos médicos de su esposa.
sergio se sentía un poco culpable por tener que venderla, pero no le quedaba de otra. Necesitaba el dinero para dejarle algo a Julia, para que ella estuviera bien mientras él encontraba otro trabajo seguro en los Estados Unidos.
-No te preocupes, estará bien -comentó Alfonso, sacudiéndose las migajas de las manos. -Mi sobrino sabe como mantener las lanchas en buen estado.
El joven se limitó a asentir, mientras la brisa acariciaba su rostro y revolvía su pelo.
-Siempre supe que te irías de vuelta -dijo el anciano, levántandose para tomar un refresco de la nevera de plástico.
Con cuidado revolvió entre las botellas y los pedazos de hielo que flotaban en el agua helada, y tomó un refresco Titán de manzana. Luego puso la botella contra el destapador montado en una esquina, y con un firme movimiento de muñeca lo destapó.
-No podía dejar sola a Julia -respondió Sergio, mientras se volvía y ponía los brazos sobre la mesa de plástico blanco.
-Pero la vas a dejar ahora. Claro que no sola, yo también le echaré un ojo de vez en cuando -añadió el anciano. Tomó un popote de los varios que había en un vaso de vidrio en medio de la mesa, y lo introdujo en la botella.
-Mi papá siempre me decía que ibamos a regresar aquí. O al menos él, cuando tuviera ahorrado lo suficiente -el joven recordó, su mirada perdida en el pasado.
Nunca pudo entender el porque su padre quería regresar a México. En los Estados Unidos había todo lo que necesitaban: trabajo que pagaba mejor, más seguridad, y la esperanza de que sus vidas por fin podrían mejorar.
Pero Miguel siempre hablaba todo el tiempo de regresar. Un buen día, cuando estaban a punto de dormir en el departamento que compartían con dos hermanos salvadoreños, Sergio le pidió que le explicara la razón.
-Porque nuestro hogar es allá, no aquí. Todavía estás chamaco, pero puedes ver que aquí siempre nos tratan como extraños -dijo el hombre, sentado sobre el colchón de hule espuma tendido sobre el suelo. -En un verdadero hogar, nunca eres un extraño.
Sergio si que se había sentido un extraño cuando volvieron. Tuvieron que viajar en autobús por cuatro días, pero era mucho mejor que andar saltando a los vagones del tren en medio de la noche.
El cáncer había estado consumiendo a su madre por largos meses. Julia les explicó que Rosa le había prohibido decírselos durante sus llamadas semanales por teléfono, hasta que no pudo seguir actuando como si no fuera nada.
El dinero que Miguel había ahorrado para poner un negocio propio se fue gastando en visitas al médico, pasajes de autobús, y medicinas para aliviar el dolor cada vez más grande de su esposa.
Algunas veces, cuando estaba solo en la lancha en medio del mar, Sergio pensaba que el accidente de autobús había sido una bendición. Su madre había muerto sin seguir sufriendo, y su padre no tuvo que ver como su amada esposa se iba consumiendo hasta morir.
Julia y él tuvieron que lidiar con el dolor, pero siguieron adelante, gracias al apoyo de los amigos que sus padres habían hecho en su vida.
Fue entonces que Sergio pudo entender porque su padre quería tanto el regresar al pueblo, lo que en verdad significaba el tener un hogar.
Pero eso estaba en el pasado.
-Aquí no hay nada para mí, don Alfonso. Pero quise intentarlo, porque es lo que mi papá quería -explicó Sergio. -Gracias por todo, don Alfonso.
-Buena suerte, hijo, sepas que aquí te vamos a extrañar un chingo -dijo el anciano, con la voz a punto de quebrarse.
-Gracias, yo también los extrañaré -respondió el joven, sintiéndose más triste de lo que esperaba al decirlo. -Entonces vendré el martes por el dinero, don Alfonso.
El joven y el anciano se dieron la mano, la penúltima vez que lo harían en su vida.
Sergio había caminado por la playa, cuando se detuvo a medio camino hacia la carretera.
El joven pescador echó un vistazo a la playa, al mar, a la palapa. Se le hacía difícil despedirse de todo eso, tras cuatro años como pescador. Cuatro años de levantarse antes que el sol, y quedarse en el mar hasta juntar la pesca suficiente.
Se quedó mirando la escena por largos minutos, tratando de llevarse aunque fuera en la memoria un pedazo de su hogar. Luego se fue, caminando con paso lento, pero determinado.
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